Muchos escritores alaban la tecnología y el uso que se hace de ella. Pero también hay muchos otros que anuncian los peligros o inconvenientes que lleva asociados. Uno de los más reconocidos entre estos últimos es Nicholas Carr.
Hace unos días, el diario EL País se hacía eco del último ensayo publicado por Carr, Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas –Ed. Taurus-, en un artículo titulado Hacia el ‘Homo technologicus’ (Joseba Elola, El País, 21/9/2014). En él se reflexiona sobre los supuestos “peligros” de la revolución digital. Para introducir el tema, relata un episodio recogido por Carr en su nuevo libro y sucedido en la primavera del ya lejano 1995: el transatlántico Royal Majesty que encalló, inesperadamente, en un banco de arena de la isla de Nantucket. A pesar de estar equipado con el más avanzado sistema de navegación del momento, embarrancó en esta isla situada a 48 kilómetros de Cape Cod, Massachusetts, en Estados Unidos, cuando regresaba, la antena del GPS se soltó, el barco fue desviándose progresivamente de su trayectoria y ni el capitán ni la tripulación se dieron cuenta del problema. Un vigilante de guardia no avistó una importante boya junto a la que el barco debía pasar, y no informó: ¿cómo se va a equivocar la máquina? Afortunadamente, el accidente no produjo heridos.
Partiendo de este incidente, analiza nuestra cada vez mayor dependencia de las máquinas, en especial de las nuevas tecnologías, y reflexiona sobre hasta qué punto hemos llegado a depositar nuestra fe en ellas. A ser el “Homo Digitalis”.
Según Carr, hemos llegado a una excesiva automatización y hemos ido, progresivamente, “externalizando” nuestras capacidades, guiando nuestras búsquedas de información, nuestra participación en las redes, compras, amigos…descargándonos de tareas tediosas. Aceptamos todas estas nuevas tecnologías rápidamente, con ganas, porque creemos que nos van a descargar de trabajo, y que nos hace muy “modernos” el manejarlas. Pero poco a poco van cambiando nuestro comportamiento y van mermando nuestras capacidades.
Todo ello, indica Carr, nos lleva a lo que denomina “complacencia automatizada” que nos hace confiarnos, pensando que la máquina lo va a resolver todo, que es todopoderosa, más sabia que nosotros y entonces nos dejamos llevar plácidamente. Pero a partir de ahí, si surgen problemas ya no sabemos cómo resolverlos. Y resulta que las máquinas no siempre resultan infalibles…
Todos tenemos ejemplos que tienden a corroborar la tesis del autor: Cualquier directivo se ha planteado en algún momento si su inversión en tecnología contribuía realmente a generar valor. Todo padre ha pensado que sus hijos se estaban volviendo idiotas, incapaces de apartar la vista del móvil. O si tanta tecnología no nos lleva a perder algo de nuestra esencia humana cuando permitimos que el software lleve a cabo muchas tareas para las que antes utilizábamos nuestro cerebro. Son argumentos que mencionan incluso los más adictos a la tecnología. “Antes me sabía muchos teléfonos, ahora no recuerdo ni el mío… me estoy volviendo tonto”.
En la entrevista que se hace a Nicholas Carr en el artículo citado, rechaza que se le identifique como tecnófobo, porque “Las innovaciones tecnológicas no se pueden parar. Pero podemos pedir que se designen dando prioridad al ser humano (…)”, porque Carr opina que estas nuevas tecnologías nos están privando del desarrollo de capacidades y talentos que solo se desarrollan cuando las personas trabajan duro para conseguir resultados. Cuanto más inmediata es la respuesta que nos da el software diciéndonos adónde ir o qué hacer, menos luchamos contra esos problemas, y menos aprendemos, pasando a ser meros observadores.
El ordenador se apodera incluso de áreas íntimas de nuestra vida”. Teme también por la manipulación a la que podemos estar sometidos algoritmos desconocidos guían nuestras búsquedas y nuestras compras o determinan qué vemos de nuestros amigos. Podemos tener la esperanza de que su manipulación es benigna, que nos están ayudando, pero no podemos estar seguros de ello, porque estos algoritmos no sabemos qué intenciones tienen, son desconocidos,no sabemos por qué muestra una determinada información y no otra.
Otros autores sugieren, sin embargo, que es demasiado pronto para valorar estos efectos y que será necesario dejar pasar varias generaciones para conocer su impacto real. Que lo que Carr considera conclusiones finales son, en realidad, lo que ocurre cuando la tecnología empieza a actuar sobre nosotros, antes de que nosotros y el contexto que nos rodea nos hayamos adaptado a ella. El efecto real, además de ser un proceso dinámico, hay que evaluarlo cierto tiempo después. Hacerlo antes no sólo es injusto, sino potencialmente erróneo…
¿Y tú qué opinas?
- Tags: